La Tierra relucía en el cielo como un puntito apenas perceptible. Las tormentas de polvo habían amainado y era la noche más transparente desde hacía mucho tiempo. El robot levantó sus ojos al cielo, contempló su destino y radió su mensaje, casi una plegaria, a sus creadores. Era una verdadera suerte ser un robot, pensó a su manera, y poder enfrentar aquella soledad escalofriante. Jamás nadie había enfrentado algo tan terrible. Pero él sonrió, a su modo, y después de enviar la imagen que esperaban de él, siguió haciendo rodar sus polvorientos neumáticos sobre la tierra rojiza. El sol se estaba poniendo, y se encaminaba al lugar donde iba a pasar la noche. Recogería sus paneles, apagaría sus circuitos y, cubriéndose de sombras, se sumergiría en el sueño de la espera hasta el día siguiente. El mínimo viento nocturno aventaría algo de polvo, alguna piedra se desprendería por efecto de la temperatura, pero nada más se movería en toda la superficie del planeta. A cincuenta y cinco millones de kilómetros, su mente celebraría, en una fiesta inmensa, la alegría de seguir vivos y renacer del invierno gracias al calor y la compañía. Sus padres pensarían en él con emoción. De alguna manera sabía que representaba una vida quizás tan preciosa como la de la carne y la sangre. Y aunque aún no fuera el Enviado, se consideraba al menos un Profeta. Él también estaba contento por todo ello, dentro de sus posibilidades, porque, a fin de cuentas, las maneras del Universo seguían siendo inescrutables. Cerró sus ojos, para protegerlos del polvo, dejó que un leve temblor recorriera su cuerpo, y se durmió.
