Siesta (greguelato)

Se arrebujó en la manta en esos pocos minutos en que podía olvidarse de todo. Afuera la copa de un ciprés se balanceaba delante de la gris y deshilachada riña de las nubes. Soplaba el viento y la lluvia llamaba a las ventanas, pero él sabía que no iba a responder a ninguna llamada. Detenerlo todo unos minutos era un placer tan profundo como el vértigo de correr, de ganar o de lograr. Casi tanto como el de amar, o el de cantar. Contempló el camino del viento atado por fuerzas invisibles a la tierra. Vio cimbrearse a la madera, vida presa de la extraña llamada de la altura. Oyó las nubes silenciosas y entrecerró los ojos, jugando al pilla pilla con las sombras. Inmóvil en su cama se sabía girar veloz como una enorme locomotora, microbio diminuto en el lomo de una Tierra prodigiosa. Jugar a suspenderlo todo, fantaseó durante un segundo en la duerme vela, era permitirse palpar el pulso de la vida. Se estiró sintiendo su cuerpo como un gato, abriendo sus uñas y arqueando su espalda, ronroneando cada vez más suavemente, hasta el preciso segundo en que su conciencia se soltó de alguna parte y el mundo giró, por fin, libre de su abrazo. Durante esos minutos de libertad preciosa el clima mejoró, disminuyeron las guerras, los mares se limpiaron y la humanidad avanzó un buen paso.

Cuando abrió los ojos nuevamente, el mundo le agradeció con un suspiro aquel sanador instante. Gracias a momentos como aquellos, aún seguía girando.

Al cabo de unos minutos se levantó, dobló la manta, y continuó haciendo sus tareas. 

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