Apenas la vio, la deseó con una claridad devastadora, un sueño de posesión completo, gozoso, explícito y rotundo. Pero antes de tener tiempo de comprender sus implicaciones, el pensamiento voló de su cabeza a través del biochip recién instalado en su apófisis mastoides. Mindbook, la última y definitiva red comunicativa recién instalada globalmente, había entrado en funcionamiento aquella misma mañana, y nadie sabía aún muy bien cómo manejarla. Con pasmosa sorpresa sintió como su pensamiento inducía, en segundos, millones de nuevos pensamientos en cientos de miles de personas. De inmediato le llovieron infinitos reflejos mentales, como la leve censura tolerante de su madre (al fin y al cabo, se trataba de una chica muy hermosa). O la sonrisa pícara y comprensiva de su padre. Incluso el desarrollo mental de la madre de ella, que le pareció sorprendentemente jocoso y subido de tono. Cientos de salidos intentaron grabar su pensamiento, miles de artistas lo amplificaron, millones de envidiosos lo descalificaron y demasiados moralistas intentaron introducir victorianos cortafuegos digitales. Pero antes de que le diera tiempo a reflexionar si, de todo esto, podría salir una buena historia, millones de nuevos pensamientos y reflejos-de-reflejos -de-otros-reflejos-infinitos, habían ocupado de nuevo su cabeza. Aquella celeridad 100G ya no le dejaba tiempo para concentrarse, como si su cerebro mismo hubiera sido secuestrado. La corriente le arrastró en una percepción constante, intensa e infinita que adormecía su habilidad, su necesidad y su capacidad de pensar.
La verdad es que nunca más volvió a hacerlo.
Jamás la volvió a ver ni a saber de ella y, al poco, las historias dejaron de existir. Esta fue la última.
