A sus catorce años bastante tenía con vivir. Descubrir qué lugar ocupaba dentro de su gente. ¡Ser! Hostias, tanto aprender, tanto aprender. ¿No se daban cuenta de que ella ya era? Todo cambiaba de forma inquietante, cierto, pero no era culpa suya. Le crecían las tetas, le venía la regla, perdón, menstruación. Unos la miraban mal, otros bien. Todo se alargaba, pero todo eso sucedía al margen de ella. Ella estaba allí, como todos los demás, aguantando, ni era la protagonista, ni la responsable de nada, que la dejaran en paz, hostia! Sólo quería ser feliz, ¿era mucho pedir? Todo dios decía que, lo que más querían en el mundo, era ser felices, ¿por qué iba ella a ser una excepción? A ver, ¿qué necesitaba para ser feliz? Que la dejaran tranquila, lo primero, si tenía que hacer todo lo que querían que hiciera, no tenía tiempo de ser feliz, eso era evidente. ¡Y tenía derecho a serlo! ¿No? Luego, poder hablar con sus amigos y sus amigas cuando le apeteciera. Y que le hicieran caso, claro, porque a veces se ponían bordes, pero bueno, eran sus amigos, a veces funcionaban bien, y a veces, bueno. Vale, también le haría feliz tener unos amigos fantásticos, pero eso tampoco era culpa suya. Ella era. Y era como era. ¿No se daban cuenta? Pues ya está. Le hacía feliz que le pasaran cosas divertidas, y reírse luego contándolas, eso molaba mucho. Y también tener éxito, que le salieran las cosas y todo el mundo flipara. Le hacía feliz abrazar a su perro, cuando le apetecía, porque a veces el puto perro era un pesado, y también jugar a varias cosas, aunque no todo el rato, claro, jugar sin ganas era un rollo. En fin, eso.
El hada madrina la miró, pensativa y, luego, hizo algo. No sabemos el qué, pero a partir de ahí la niña pudo ser feliz, como una loca, durante toda su larga y provechosa vida.
