La luna, aquella noche, estaba increíblemente deslumbrante. Cuando rozó su cuello con sus aterciopelados labios, notó cómo se erizaba la piel de la espalda de aquel hermoso joven. Luego deslizó sus extremidades, rugosas como cortezas, recorriendo sus costados desnudos, mientras su boca presionaba suavemente la blanca carne junto a su garganta. Cuando empezó a notar el sabor de la sangre que entraba en sus vasos sintió que se le erizaba la epidermis toda de su cuerpo, y las hojas enderezaron su haz brillante para enseñárselo a la luna.
–Mi amor, tu sangre es deliciosa –le dijo con la voz un poco ronca, por la emoción–, jamás había probado algo que me hiciera sentir tan viva.
–Tus halagos no tienen ningún mérito –le respondió el joven, sonriendo y retorciéndose –es normal que me envidies la sangre, ya que siempre se envidia lo que no se tiene.
–¿Estás seguro de lo que estás haciendo? –le preguntó ella.
–Sí –susurró él, mientras notaba que, a medida que su sangre salía, la savia que subía por sus piernas lo iba sumiendo en una quietud extraña.
Cuando todo terminó y el haya pudo despegar del suelo sus hermosas y nuevas piernas rosadas, el joven le lanzó una última mirada agradecida, a medida que su piel se transformaba en corteza y sus ojos dejaban de ver todo, salvo la luz.
La Bruja se alejó, tarareando en busca de nuevas aventuras, y el Hombre Sabio enraizó en la tierra, en busca, siempre, de nueva sabiduría.