Cuando dejó caer los dedos sobre el teclado comprendió que estaban vivos. Con horror los vio lanzarse sobre las teclas, escribiendo sin un segundo de pausa, a una velocidad antinatural muy superior a su más loco sueño mecanográfico. Él se limitaba a sostener los brazos flexionados sobre la colonia de teclas y observaba cómo sus manos se movían solas, sin detenerse ni una décima de segundo. Ni una milésima. No era él quien las controlaba. Retiró los brazos del teclado e inmediatamente sus manos fueron suyas de nuevo. Las apoyó sobre la mesa, tamborileó, se rascó la cabeza. Sentía miedo, pasmo y la expectación infinita de un niño pequeño. Con el alma en la garganta, alargó de nuevo las manos sobre el teclado. Y de inmediato los dedos volvieron a escribir a toda velocidad, sin una pausa, marcando la barra espaciadora cada cuatro ó cinco pulsaciones, poniendo acentos, guiones y misteriosos signos de puntuación. Estaban escribiendo algo con sentido, aunque no sabía el qué. Sin retirar las manos del teclado fue levantando la vista hasta enfocarla sobre la pantalla, donde no dejaban de aparecer palabras a gran velocidad, y comenzó a leer lo que sus manos poseídas estaban escribiendo por su cuenta.

Y entonces, lentamente, comenzó a sonreír.

(Años más tarde tuvo que disimular, por milésima vez, con un torpe discurso frente a unos suecos, por lo visto académicos, en el que habló modestamente del escritor como crisol de una sociedad y otros topicazos. Pero su sempiterna sonrisa seguía estando ahí, como si en el fondo, nada le importara demasiado).