Vueltas, vueltas, vueltas, sin dejar de girar el aliento se aceleraba, pero más se tensaban aún las comisuras de los labios, en una sonrisa desafiante y ancha como el horizonte. Los ojos le brillaban y eb su pecho se alzaba una marejada que gritaba como un millón de gaviotas. Giraba, giraba, giraba y el mundo no giraba más rápido. Giraba, giraba y giraba y nada era más embriagador. Anclado por sus manos a las manos de esa persona que le servía de contrapeso y motor, los ojos en los ojos, las bocas distendidas, giraban con una alegría devoradora en un salón que se había detenido para verlos. Sus padres se miraron inquietos cuando comenzaron a elevarse del suelo, primero por turnos, sin dejar de girar. Alguien hizo un amago de acercarse para detenerlos, pero rotaban ya demasiado rápido. Su risa brotaba por todos su poros menos por sus bocas, ocupadas sólo en ventilar sus rugientes hornos interiores. A toda velocidad su giro se hizo aereo y comenzaron a elevarse. La gente retrocedió asustada cuando flexionaron sus brazos, acercándose uno al otro y aumentaron su velocidad, mientras sus cuerpos comenzaban a destrozar las grandes arañas venecianas del salon, lanzando miles de fragmentos de cristal de Murano, como proyectiles, en todas direcciones. Y huyeron en desbandada dando alaridos cuando sus bocas se unieron y su giro demoledor hizo saltar el estuco del techo, el artesonado, el hormigón de las grandes vigas estructurales, las cubiertas aislantes y las tejas, mientras sus cuerpos se fundían en un único giro salvaje de huracán. Sólo sus padres contemplaron con la boca abierta como la vorágine eléctrica en la que se habían convertido ascendía sin ataduras hacia el cielo, hasta perderse entre las estrellas para nunca mas volver.

–Te dije que no era buena idea que bailaran ese vals –susurró la madre, con una mirada pícara. Pero el padre ya estaba empujándola, sonriendo, hacia la pista de baile.