Cuando era pequeño solía recordar el amanecer, cuando la luz besaba los tejados con labios sonrientes. Desde mi cama, el azul que verdecía en el alero me hacía pensar que todo era aún posible. ¿Por qué no? Tenía toda la vida por delante. Podría llegar a deslumbrar al mundo con palabras de oro; o ser quizás la primera persona en pisar Marte; o descubrir la llave para retrasar la muerte inexorable de mi querido abuelo, Manuel.
Hoy me di cuenta, sin embargo, de que al mediodía salí del banco con mucho trabajo, como siempre, y con el tiempo justo para comprar en el súper, dar un recado a un notario de mohín risueño y recoger a los niños. Que inevitablemente transformaron la tarde en una galopada hacia una cena rodeada siempre de preguntas capitales: ¿hamburguesa? ¿Arroz? ¿Lentejas o ensalada…? Película ligera, juegos infantiles, algo de lectura y a la cama.
Pero ahora, al salir la luna, cuando el azul se vuelve negro y sus respiraciones adolescentes nos llegan, serenas y acompasadas (como si aún tuvieran su vida entera por delante), descubro que, finalmente, soy yo al que le toca besar tu boca, con labios sonrientes.