¿Quién nos iba a decir a nosotros que esos hábitos culturales que tildamos de retrógrados y misóginos serían un día una herramienta de protección defendida por las instituciones científicas del mundo? Eliminando su componente discriminador y sexista, resulta que nos encaminamos, al menos temporalmente, a una sociedad cubierta por velos o sus equivalentes.
Los hombres tuareg llevan velo para defenderse de la arena del desierto y de las partículas en suspensión que lleva el viento. Simple sentido común. Como ahora las mascarillas, aunque en este caso es para disminuir la posible diseminacion de nuestros propios virus. No se trata tanto de defendernos personalmente, sino de que, al defender al vecino, nos estamos defendiendo a nosotros mismos. Al grupo. Con paciencia y sentido común.
Las sociedades neolíticas (antecesoras de las antiguas civilizaciones), eran patrilocales y primaban la exogamia. Es decir, los grupos buscaban hembras procedentes de otros grupos: a través del intercambio voluntario, el comercio, el saqueo, el rapto y la guerra. ¿Alguien duda de que, a lo largo de la historia, cubrirse y ocultar el estado de sus atributos sexuales para pasar desapercibida pueda haber sido una estrategia deseable para las propias mujeres jóvenes y sus núcleos familiares? El origen cultural del velo puede tener también una considerable carga de sentido común. Y de paciencia.
Quizás la imagen tópica del asiático obsequioso y gregario, más dispuesto (o resignado) al sacrificio de sus derechos personales a favor del grupo, accione algún resorte defensivo en nuestra individualista y contestataria mentalidad occidental. No creo demasiado ni en la visión primariamente individualista, ni en la perspectiva primariamente colectivista. Creo que para alcanzar la felicidad y el desarrollo humano son necesarias ambas.
Pero quizás las crisis son buenas para sacudir los cimientos, abrir grietas y obligarnos a encontrar nuevos caminos. Hasta hace muy poco era inasumible la ocultación pública de la identidad que suponía el velo, clamaban en Francia. Ahora esa ocultación es comprensible, y comprobarlo relativiza la anterior posición maximalista.
Determinados sacrificios personales en aras del grupo eran inasumible en una sociedad que consagra individual como valor fundamental. Ahora todo el mundo acepta encerrarse, renuncia a los propios ingresos, confia en las ayudas del estado e internacionales, asomándose al borde de un abismo. Y todo para proteger a un grupo minoritario de apenas un 1 % de la población, compuesto por gente que no sabemos quién es, salvo que muchos de ellos serán mayores de sesenta y cinco.
A pesar de las reticencias de las visiones políticas más individualistas, como las que Bolsonaro o Trump representan, la necesidad del sacrificio social ha ganado esta batalla. De momento.
El argumentario del miedo tiene una parte importante en esta victoria, por supuesto. También el de la solidaridad y la empatía. ¿Cuál es mayor? Seguimos sin saberlo y, seguramente, nunca lo haremos, aunque podemos sospechar que ambos se necesitan y complementan. Paciencia. Pero esta crisis puede demostrar que son posibles sacrificios que parecían inasumibles, y son viables visiones que exigen la solidaridad como elemento político real y contundente.
Los márgenes de nuestras ricas sociedades pueden ser más grandes de lo que pensamos pero, lo sean o no, es evidente es que son mucho mayores que los que limitan a la humanidad que vive por debajo de los umbrales de pobreza absoluta, y que es del 11,9% de la población mundial, según el último Informe de Desarrollo Humano de la ONU, unos 850 millones de personas.
La repercusión mediática del Covid-19 sobre la humanidad afortunada es enorme. Según el director de Salud Global y Patógenos Emergentes del Hospital Monte Sinaí, el virus podría matar a un millón y medio de personas en todo el planeta en este año. La gripe mata a medio millón al año. Pero, de momento, el Covid-19 está expandiéndose más donde hay más densidad de población, más viajes y más negocios. Aún así, estas dramáticas cifras quedarán todavía lejos de los dos millones seiscientos mil muertes anuales de niños recién nacidos de los lugares menos afortunados. O de los 15 millones, según la OEI, que mueren anualmente por causas relacionadas con la malnutrición.
No es agradable entrar en una comparación numérica de las calamidades y desigualdades del mundo. Pero no debemos olvidar que todo lo que estamos pasando en nuestras sociedades desarrolladas será mucho peor allí donde la disponibilidad de camas -y de otras muchas cosas- es treinta o cuarenta veces menor que aquí. Aunque la repercusión mediática quizás no lo será tanto. Como opinan algunos expertos, una de las grandes incógnitas y amenazas de esta pandemia es su efecto en los países con bajo nivel de desarrollo. La ONU ya está alertando de las posibles consecuencias, para todos.
Ojalá esta crisis pandémica mundial nos haga ver de otra forma la fisionomía explosiva del verdadero problema sobre el que estamos montados, como especie global, contagiable y cercana que somos y queremos ser. Y empecemos a ver el lado positivo de ese velo, en forma de una mayor comprensión y solidaridad, cooperativa y preventiva, dentro y fuera de nuestras fronteras. Ojalá que estemos aprendiendo, con paciencia y por sentido común, que el esfuerzo no es inasumible, sino que, a su carácter necesario, une el de ser la única rentabilidad posible.
Realmente esta pandemia vino a poner un stop a nivel mundial, muchos se lamentan de la situación pero yo creo que necesitábamos esta crisis para reflexionar en todos los aspectos, económico, social, sanitario, incluso el espiritual. Después de esta situación, el mundo no volverá a ser el mismo y honestamente, espero que nuestra sociedad cambie para mejor.
Yo por mi parte, prefiero enfocarme en las cosas positivas que nos ha traído el coronavirus: la disminución de la contaminación, animales que vuelven a su hábitat natural, la solidaridad de las personas… como siempre digo, toda crisis esconde una gran oportunidad de cambio. Después de esto, no queda más que volver a salir adelante.
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https://elpais.com/elpais/2020/04/28/planeta_futuro/1588073340_237981.html
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