John & Jitts

(El Señor de los Monos y la Mona Chita)

Fantasía única relatada por dos voces

 de Julio Salvatierra Cuenca

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Personajes

John anciano de casi ochenta años. Encorvada osamenta del que en su juventud fue considerado el mejor atleta de la primera mitad del siglo veinte. Tal vez en silla de ruedas.

Jitts chimpancé macho de cerca de setenta años, estupendamente conservados.

Acción en un momento aproximadamente actual.

AMANECER

Jitts, sólo, y John, sólo, parecen hallarse juntos sobre el escenario. En realidad habitan mundos diferentes. Aunque sus palabras dieran la impresión de lo contrario, en ningún momento pisarán el mismo suelo, salvo al final.

Un reloj de pared infantil, en el espacio de Jitts, marca su tictac durante toda la obra, en una línea de sonido que fluctúa entre lo inaudible y lo apenas perceptible.

 

Jitts.- John… John… hu, hu, hu… John… ¡iih, iih, iih…! Soy Jitts. Jitts. Despierta… Despierta, John… No puedes seguir durmiendo, ¡vamos! ¡Estás en peligro! ¡Vamos! Kerchak viene. Despierta, John, por favor, ¡Kerchak viene! John, despierta, ¡despierta! ¡¡despierta…!!

Hu, hu, hu… ¿gn, gn, gn…? Hu, hu, hu… Al final quien se ha despertado soy yo.

La mona Chita atusa sus cuatro pelos y contempla con rostro impenetrable el nuevo día, todavía con un pie dentro del sueño.

¿John…? ¡Hi, hi, hi! Mono estúpido… yo jamás le llamé John? ¡Hi, hi, hi…! Mono estúpido. ¡Hi, hi, hi! ¡John! Hi, hi, hi… Seré macaco…uh, uh, uh… Se reirá cuando se lo cuente. Hoy no va a llover. Tampoco va a hacer sol. No se nublará, pero tampoco escampará. Pero hoy nos da todo igual, ¿verdad? Hoy viene, espero… me dijo que era hoy… ¿hoy es hoy, no…?

La mona Chita se dirige muy seria a un público imaginario.

 

Hu, hu, hu… hu, hu, hu, hu-hu-hu, iih, iih, iih, iiih, iiiih, iiiiih[1]!!

Les acabo de decir hola en mi idioma. Soy la mona Chita, o así me llaman. Y si ustedes supieran hablar mi lengua les contaría muchas cosas, pero no saben. Y la verdad es que nunca he entendido por qué vienen entonces a verme, si no puedo contarles nada….

No puedo contarles de los anocheceres de cielo rojo y de nubes tinta azul. De mi África natal y de sus tormentas tropicales hamacándote sobre las copas de los árboles. De las grandes manadas de bisontes que al correr sobre la tierra seca hacían retemblar todas mis entrañas, del rugir oscuro de los leones, del majestuoso río Níger abriéndose paso entre la selva… hi, hi, hi… menos mal que no me entienden… ¿habrá bisontes en África? Hi, hi, hi…! Uh, uh, uh… pero también les hablaría de la diosa luna, que es una mona hermosísima con forma de mujer que algunas noches desciende sobre las selvas, de savia o de ladrillo, para acoger en su seno a todos los jóvenes chimpancés necesitados de cariño y de calor… sus cabellos son rizados y sus labios, rojos. Uh, uh, uh… les contaría mil historias maravillosas donde todo lo inventado es sin embargo cierto, y donde por la noche siempre aparece una mano amiga para rascarte la barriga… si ustedes pudieran entenderme… uh, uh, uh…

La mona Chita se sumerge en la absorbente actividad de desparasitar sus peludas extremidades, dándose tiempo para su lento y tranquilo despertar.

John, en otro mundo, comienza a responder.

John.- La primera fue Lorelei, pero de ella ni flores. Sólo tengo imágenes sueltas aquí y allá. Es malo no acordarse bien de las personas, sobre todo si has estado enamorado de ellas, ¿no les parece…? O tal vez sería peor acordarse de todo. Quién sabe. Lorelei y yo hicimos el amor en una tienda de campaña. De eso sí me acuerdo porque hacía mucho calor. Y por otras cosas… Siento si a veces les cuento cosas que no vienen a cuento, pero mi memoria no es muy buena, aunque como ustedes quieren saberlo todo, da igual, a veces saber de lo que uno no se acuerda da más información que lo contrario… Y luego vinieron Bonnie, Lulú, Helen, Beverly… ¡No! ¡Beverly fue antes de Helen! Dios mío. Estoy mal, ¿ven? ¿Cómo se me puede haber olvidado eso? Es un desastre, yo fui un rey, y ahora fíjense, soy un pelele desde que me rompí la cadera, un deshecho. Con Beverly además tuve tres hijos: Johnny, Wendy y Heidi. Y luego de Helen, vino Sofía. A ver: Lorelei, Bonnie, Lulú, Beverly, Helen y Sofía. Seis. Las enumero para darles la perspectiva, pero no es fácil. Recordar a las seis juntas me da un poco de miedo, la verdad. Y he pensado muchas veces en la razón de porqué tantas, y creo… que no tengo ni idea. Pensar nunca fue lo mío. Van Dyke me dijo: “le escojo a usted porque da el tipo, ¿comprende? No necesita interpretar ni pensar nada. No tiene usted cara de pensar mucho, así que limítese a seguir mis ordenes”, he, he, he. ¿Se da cuenta? ¡Qué tío! Era una gran persona, Van Dyke. Ahora ya no hay directores así. Por eso creo que cuando pienso en lo que tenían de común entre ellas, sólo me veo a mí. Yo en medio de todas. Así de simple. Ellas eran muy diferentes, pero yo me veo siempre igual, un tímido, con todo lo grande que soy, o que era, igual ahora ya no soy tan grande como cuando gané mis medallas, saben, creo que estoy menguando. Pero más de lo normal, y que si sigo así a lo mejor me reabsorbo, me hago así, pequeñito, pequeñito y slup, no estoy. Como una burbuja al revés.

(Pausa)

[¿Si? Ah, bueno. Gracias… Sí, a veces tengo pensamientos curiosos como ese, pero creo que no son míos. A veces creo que me estoy haciendo como era mi hijo cuando nació, pero con cara de viejo. Y digo las cosa que oigo como un loro, por imitación. Como un niño.] A los niños también los veo cuando pienso en mis esposas, veo a mis hijos, sobre todo a él, al único varón. Yo quería ponerle otro nombre, el que me había hecho famoso, pero Beverly no me dejó, me dijo: “tú estás loco, ¿cómo le vas a poner eso?. Suena horrríble, horrríble”. Así decía: “horrríble”, alargando mucho la erre: “horrríble”. Pero a mí no me lo parecía, me gustaba sobre todo cómo lo pronunciaba una ayudante de vestuario del estudio, que era cubana, y muy regordeta, y que decía: “Muy bien, así que ahora el señor va a tener un tarsansito…” Así decía: “tar-san-sit-to”. Ahora se llama como lo quiso su madre. Pero a mí aquello de “tarsansitto” me gustaba. No era “horrríble” “tarsansitto”… ¡Qué va a ser “horrríble”, “Tarsansitto”! La que era “horrríble” era Beverly, aunque lo disimulaba. “Tarsansitto…” estaba bien. Bien bonito que era Tarsansitto…se lo llevaron con tres años… yo no le abandoné… y ahora él tampoco lo ha hecho… es mi hijo… … …

John se sumerge, suponemos, en un diálogo lejano con algún fantasma de su propiedad, mientras que Jitts estima llegado el momento de desperezarse.

Jitts.- Hu, hu, hu… Bueno. Hu, hu, hu… creo que va siendo hora…. El desayuno estará al caer, hu, hu, hu… gn, gn…

(La mona Chita inicia tal vez sus abluciones matinales, que no por breves son menos importantes. Y quizás a continuación sus ejercicios. A lo mejor se detiene de vez en cuando y habla como consigo mismo o con su imaginaria audiencia.)

gn, gn… hola, “bienvenidos a la fundación Chita”, residencia de felices orangutanes estúpidos, chimpancés cortitos, grullas, patos, perros, gatos y de un mono destrozado durante los últimos treinta años… hu, hu, hu… (pausa)

Y de un mono que ha estado triste los últimos… diez años, y que… hu, hu, hu… (pausa)

Y de un mono que está muy contento, ahora, de tenerles aquí, sobre todo a uno de ustedes… hu, hu, hu… Ese mono soy yo. Me llaman la mona Chita, por si alguno aún no lo sabía. Aunque sobre eso de la mona Chita hay mucho que decir… Pero el caso es que uno de los cuidadores me dijo que me preparara un discurso, que hablara con ustedes, que les contara de mi vida, y como ustedes no saben hablar mi idioma… tendré que hacerlo en el suyo. Hu, hu, hu… Él me lo dijo de broma, pero la verdad es que yo empecé a aprender palabras en África, en 1932. A fin de cuentas, ¿qué otra cosa tenían ustedes que pudiera hacer feliz a un mono? Aunque al principio no me gustaban. La primera palabra que aprendí fue piscolabis, y era de noche… Es uno de mis primeros recuerdos, no se vayan a reír. Y por eso tal vez la niebla de la memoria obstruya un poco la clara visión de las cosas, pero yo recuerdo que estaba con mi madre en lo alto de un gran árbol en las selvas de Tanganika. No tendría más de un año y de repente oímos algo. Mi madre me dijo: ih, ih, ih, iiih, uh, hu!!!, en voz baja, es decir, “guarda silencio, cariño, que viene gente, y la gente que viene por la noche a la selva no suele ser buena, creeme, porque yo tengo experiencia y tú aún eres muy joven”. El lenguaje de los chimpancés no se pierde en florituras. Yo me quedé callado mirándolo todo con los ojitos como platos, agarrado a la barriga de mi madre, que era peluda. Y vi llegar a dos señores que traían unas serpientes muy largas de trapo que enroscaron a dos árboles jóvenes hasta dejarlos medio torcidos, y luego se fueron. Pero antes de irse uno sacó tres bananas y unos brotes tiernos que traía y los colocó entre los anillos de las serpientes, y mientras lo hacía oí su voz, una voz humana, por primera vez, que decía: “piscolabis”. Y se rió así: “hi, hi, hi…”. Cuando yo oí aquello, no se por qué, me entró una excitación muy grande. O quizás fuera por la vista de los brotes tiernos, que me encantaban (las bananas no me gustaban nada, por cierto), pero el caso es que mi madre se dio cuenta de mi excitación por los tironcitos nerviosos que empecé a darle en los pezones, y me agarró y me dijo muy seria: “¡ih, uh, uh, uh!”, que quería decir: “ESOS BROTES NO SE TOCAN, y me enfadaré muchísimo –pero MUCHO-, si me desobedeces, así que luego no vengas diciendo que no te lo advertí, y déjame los pezones en paz, hijo”. (Ya se sabe cómo son las madres). Pero el caso es que aquella noche no pude pegar ojo. En mis oídos resonaba aquella palabra extraña: “¡piscolabis… piscolabis…!”. Y como durante toda la noche las serpientes no se movieron ni un milímetro, cuando amaneció yo ya estaba decidido. Esperé a que mi madre se pusiera a desparasitar a mi padre, que es una actividad muy absorbente, y en cuanto me dio la espalda un momento me descolgué hasta el suelo.

Olía raro, pero supuse que sería por los señores de la noche anterior. Pisé con gran precaución las serpientes muertas y alargué la mano hacia los brotes tiernos, los levanté muy despacio olisqueándolos por todas partes… me los metí en la boca con recelo… y estaban buenísimos, uh, uh, uh. Esos brotes sólo se encontraban en los campos cerca de las aldeas, así que estaba muy contento cuando en el último momento me acordé de un macho joven hermanastro mío, al que le gustaban mucho las bananas, así que agarré una al vuelo con las manos de mis pies y ese fue el momento en que de repente todas las serpientes se lanzaron contra mí. ¡En un instante se me enroscaron por todas partes y no había forma de salir de allí…! Los dos árboles se habían enderezado de repente y yo estaba colgado boca abajo en una red de serpientes. Toda mi familia empezó a chillar, yo empecé a chillar, los pájaros empezaron a chillar, y a volar, una familia de mandriles folloneros se lanzó también a aullar y se formó un pandemonio terrible.

Mi padre bajó corriendo, así, a medio desparasitar como estaba, y empezó a insultar y a tirar y a morder a las serpientes para que me dejaran libre, pero debían ser autistas, porque no hubo manera. Mi madre también bajó corriendo, y mis hermanos, y se arremolinaron a mi alrededor hablando todos a la vez y sin conseguir hacer nada de utilidad, hasta que volvieron los señores que olían, disparando para ver si, además de a mí, capturaban a algún otro para venderlo como comida. Todos huyeron asustados, salvo mi madre, que se quedó luchando contra las cuerdas, que ahora sé que lo son, hasta que la abatieron a tiros. A mi me metieron en una jaula, y me cargaron en unas angarillas, junto al cuerpo agonizante de mi progenitora, y así emprendimos rumbo al campamento que unos blancos habían instalado junto a la aldea de los negros. Lo último que vi de mi familia de sangre, aparte de la de mi madre, fue a mi padre subido en una rama, hamacándose de un lado para otro y rascándose la cabeza, y el detalle de mi hermanastro que, en medio del jaleo se había acordado de recoger sus frutas preferidas, y me miraba desde lejos, con el rostro impenetrable, sosteniendo una banana en cada mano.

Chita se amustia un tanto con sus recuerdos y se sumerge en un silencio pensativo. John retoma.

John.- No. Mi hermano no ha venido a visitarme, pero yo no he nacido para estar sólo, y nunca me he sentido así: nunca lo he estado. Además: hoy vienen a visitarme a las doce… ¿Pero para qué quieren hablar de la soledad? Una vez me contaron una historia, que es la mejor que he oído, que decía: el último ser humano sobre la tierra se hallaba sentado al fondo de una habitación. Y, de repente, llamaron a la puerta. Y ahí se acababa. ¡Se acababa! Llamaban a la puerta… ¡y no sabemos quién era! Podría ser… ¡!… ¡cualquier cosa! ¡Cualquiera! Porque él era el último hombre sobre la tierra, ¿comprenden? Podría ser una mujer: su madre, una mujer hermosa… qué se yo… un inspector de hacienda, que no son casi humanos… Yo no lo se, pero lo importante es que llamasen a la puerta. Esa llamada cambia todo lo anterior, como siempre. Cualquiera puede ser, con tal que de sea alguien. Ustedes pueden ser esa llamada para mí…

¿por qué estaba contando yo esta historia? Ah, si, él estaba sólo, pero yo nunca he estado solo. Soy el señor de los monos, ¿quieren que haga mi llamada? No me cuesta nada… Ah, ¿hay gente durmiendo? ¿Tan temprano? Bueno, pues el otro día la hice en un bar de la ciudad, y todo el mundo se acordaba y se acercaron a verme, como los elefantes en las películas. Pero es que además, yo siempre he sido un buen hombre, creo. Algunos incluso dicen que demasiado. Como queriendo decir que soy tonto, ya sabe. Un buenazo: John es un buenazo. Eso pueden ponerlo, si quieren, pero yo tonto no he sido nunca. (Pausa)

Bueno, a lo mejor alguna vez. Todas mis mujeres también lo dicen. Ahora, porque antes… Pero la verdad es que jamás he hecho nada de lo que me arrepienta. ¡Ah, no! ¡Si, si! Hice una cosa, me acabo de acordar. Asesiné al pobre Gary. Siempre me ha pesado mucho en la conciencia. Mi mujer, la de entonces, Lulú López, quería mucho a Gary. A los dos Garys, para ser exactos. A Gary Cooper, su ex, y al loro de Gary Cooper, que se llamaba Gary, porque lo único que decía era eso: “Gary, Gary, Gary”, todo el tiempo, como un loro, que es lo que era, y a mí nunca me ha gustado el nombre de Gary, aunque Gary Cooper era mi amigo, y he ido a sacar a mi mujer de su casa muchas noches, pero a Gary no lo aguantaba. Al loro. Verán. El caso es que yo me había casado un año y medio antes con otra que no tiene nada que ver en este asunto y que se llamaba Bonnie. Pero entonces la Metro le ofreció a ella, a Bonnie, mucho dinero para que se divorciase de mi, porque decían que el señor de los monos no podía tener señora. Y aunque no queríamos, no se cómo fue ni cómo no que al final ella aceptó y yo entré en Jólibud sólo, que fue como meterse en la boca del león, nunca mejor dicho (por lo del león de la Metro, ja, ja, me entiende). Y allí, nada más entrar, a la altura del primer canino (por lo de la boca del león de la Metro, je, je), me saltó encima ese huracán de mujer. Y fue la noche del gran estreno de mi primera película, cuando todo el personal me había visto ya medio desnudo en cinemascope. Yo volví a mi hotel a las tres de la mañana y de repente suena el teléfono, y oigo una suave voz latina que me dice: Buenas noches, miister Taarzan. I am Lulú López. My ruum iis under yours. Would you like to have a drink with mii? Y yo le dije: “si, claro, y yo soy Orson Wells. Hale, buenas noches.” Y le colgué. Lulú López era una gran estrella por aquel entonces, y las estrellas de verdad tenían que tener genio, así que a los cinco segundos vuelve a sonar el teléfono y al cogerlo me sueltan una andanada en un mejicano del demonio del cual no entendí nada, salvo algo así como pinche, hombre mono del carajo, y no sé qué más, y luego colgaron de golpe. Atónito me quedé, así que llamé a recepción, donde me confirmaron que efectivamente era Lulú López, y me pusieron de nuevo con su habitación. “Lo siento, señorita Lulú”, le dije, “creí que era una broma. ¿La invitación sigue en pié?”. Y vaya si seguía… Y así nos conocimos, yo, un hombre mono y ella una mujer leona. (Pausa?)

¿Pero, por qué estoy contando esto? ¿Por qué quieren que les cuente esto? ¿No será mejor contar fantasías y no realidades? A fin de cuentas la realidad ya está ahí, ¿para qué vas a contar El invierno de Tarzán, o como se llame? ¿Qué quieren contar: todas mis miserias? ¡Yo no se si quiero ver todo eso en una película! ¡y desde luego no se si quiero trabajar en ella! …salvo por el dinero ese del guión, claro. (Pausa)

Aunque también es cierto que hay otras muchas cosas que tampoco se, así que, en fin, será mejor que siga… Pero yo preferiría no envejecer, ¿no les parece? ¡Y por eso no habría problema, porque yo sigo en forma, y con buena voz! escuchen… (Se prepara para lanzar el grito de la selva)

…ah, ¿pero a la Metro le interesa? …ah, claro, claro que lo mantendré en secreto… Y no me extraña que vuelvan ahora a quererme, porque no es sólo el dinero, es el mito, el mito, que es demasiado importante… la realidad llega un momento en que se pone decrépita, pero el mito, siempre lo he dicho, el mito es lo importante…

El loro Gary no era importante pero a mí se me atragantaba porque siempre que yo entraba no se le ocurría otra cosa al pajarraco que ponerse a gritar a voz en cuello: “Gary, Gary, pero qué gruapo que es mi Gary”. Y a mi mujer le hacía mucha gracia: “ja, ja, thiis parrot iis veery fuunny, verdad, encanto…?” Very funny, le decía yo, tan funny que le retorcería el pescuezo ahora mismo. Pero lo decía de broma, nunca pensé en retorcerle el pescuezo en serio, porque el animal no tenía la culpa, era demasiado estúpido. Y porque mi mujer le tenía mucho cariño y yo quería mucho a mi mujer, porque mi mujer me hacía reír mucho. Era una mezcla de tigresa salvaje, de garza exótica y de mona de feria. Cuando estaba de buen humor hacía las tonterías más divertidas e inesperadas que he visto nunca, pero podía pasar de diosa encantadora a peligro público en un abrir y cerrar de ojos. Y un día, a los cuatro años de casados, cuando las cosas ya no iban bien, volví de un rodaje en Florida, habíamos discutido por teléfono, y me dice: “Hellou, daarling” –hablaba perfectamente inglés, pero le gustaba darse exotismo en el acento- “I aam affraid I have veery baad news foor yuu”. Y yo me dije, ay dios mío. “Yuur puur dog –para contrarrestar al loro yo me había comprado tres años atrás un gran danés que era el perro más bueno, leal y cariñoso del mundo- “yuur puur dog iis dead… kaput, mai daarling. Somebody came to steal in the haus, and he killed the puur animal… aunque después de envenenar a tu perro, el ladrón no se llevó nada, no es curioso?” La miré a los ojos, comprendí que había sido ella y me empecé a poner muy furioso. Y en ese momento el loro entró volando y se posó en su percha. “Gary, hola, Gary”, me dijo, pero yo lo ignoré con un desprecio olímpico. Has sido tú, le dije a Lulú, “¿mee?”, dijo ella, “yuu aar craazy, daddy!” Y a partir de ahí empezó una discusión de película por toda la casa, con loros volando, sillas derribadas y macetas rotas, hasta que, ya acorralada, me dijo, con la voz que sacaba cuando se transformaba en bruja: “¡Sí! A lo mejor yo maté a tu estúpido perro, pero tú me colgaste hoy el teléfono por segunda vez en tu vida, y eso no se lo consiento a nadie, comprendes, daarling!?” Pues no: hay mujeres que para mi serán siempre incomprensibles. Para entonces el pájaro estaba ya desquiciado, saltando de una pata a otra como un pelícano, y desgañitándose con su “Gary, Gary, gruapo, gruapo…”, así que no pude más y cedí a un impulso incontrolable: de un solo movimiento agarré al loro, le retorcí el pescuezo y se lo tiré a la cara.

Ese mismo día nos separamos para siempre. Y lo que no se me borra de la memoria es que aún en el suelo, entre plumas, patas y crestas revueltas, creo que todavía le escuché decir, mientras el pobre expiraba: “gruapo, Gary, gruapo…”, y por primera vez me pareció que me lo decía a mí, con cariño… Pero no se si fue realidad, o sólo una fantasía mía…

John se desdibuja en un limbo donde ya no sabemos qué es real y qué no, y Chita irrumpe con energías renovadas.

Jitts.- Debo decirles que lo que he recordado antes no se bien si es realidad, o me lo he inventado, uh, uh, uh… Cosas de los monos, que tenemos mucha fantasía…(aparte: tanta tengo que hasta imagino que les hablo, y sus palabras me guían y me alivian…)

Pero bueno, demasiado viejo soy ya para la melancolía, así que el caso es que, por lo visto, de aquella aldea de barro y de gente negra me trasladaron al campamento de tela y de gente blanca, y de ahí, volando fantásticamente de nuevo a una selva de hormigón donde los hombres todos vivían mezclados y se empeñaban en darme bananas todo el tiempo. Por eso al principio pensaron que era tonto, porque a mí las bananas me ponían nervioso. Me recordaban a mi hermanastro, y ya no daba pie con bola. A los dos meses estaban ya a punto de enviarme a un zoológico o al MacDonald, cuando apareció Tony, Tony Gentry, que se percató enseguida de que a mi lo que me gustaban eran los brotes tiernos. Era un viejo mulato de Tennessee que me recordaba mucho a mi padre, aunque sin parásitos, y al que –cuando vieron que hacía buenas migas conmigo- le encargaron que me enseñara a hacer monerías, como decían ellos. A ver: las monerías ya las sabía yo hacer, pero lo que no entendía era lo que querían de mi. No era yo el que tenía que aprender nada, pues sabía más que suficiente, si no ellos los que debían aprender a expresarse, porque se expresaban fatal. Salvo Tony. Tony Gentry tenía un don natural para los idiomas y aprendió el chimpancé con mucha facilidad. Comprendió enseguida que uh, uh, uh, así bajito significa “tranquilo, estoy aquí”, mientras que uh, uh, uh, así mas fuerte, significa “ánimo”, y ¡uh, uh, uh! es “¡vamos, Jitts, cómetelos!”, y así hasta Kierkegaard. El chimpancé es un idioma simple aparentemente, porque al fin y al cabo, las cosas que realmente merece la pena decir tampoco son tantas. Tony aprendió rápido a comunicarse conmigo y yo empecé con él a aprender más palabras, además de piscolabis. Aprendí muy pronto garrapata -por culpa de un perro sarnoso que me tenía mucho cariño- cerradura –por motivos evidentes- y siestecilla, y luego siguieron muchas otras. Y tanto aprendimos y tan rápido que al poco tiempo estuve ya preparado para mi primer trabajo en la ciudad de los locos. Así que un día, después de una agradable siestecilla –había que dotar de contenido a las palabras- Frank, que era el jefe de Tony, y el susodicho, se personaron en mis aposentos (aparte: la verdad es que domino bastante bien su lenguaje, modestia aparte), y me dijeron, “vamos, mono, te vienes con nosotros, y a ver cómo te comportas”. Bueno, eso lo dijo Frank, que era un maleducado, porque Tony me dijo, “ven, Jitts, creo que te vas a divertir”, y nos subimos los tres en una camioneta traqueteante que al cabo de media hora aparcaba junto a un hangar gigantesco. El sitio era peculiar, y de ello me di cuenta porque nada más bajar nos cruzaron al lado corriendo tres bantúes con chancletas y oí que uno le decía al otro: “después del fainal take un chupito en el steakhouse, ¿okey?”. Y en África los bantúes no dicen nada semejante.

Fue mi primer día en un estudio de cine. Tony me iba explicando lo que eran los bantúes o figurantes, los cámaras, los iluminadores, los tramoyistas, los vestuaristas, los utileros, los peluqueros, los maquilladores, los sabihondos, los guionistas, los productores, los sobrinos de los productores, los meritorios, los curiosos, los pesados y los actores. Y yo estaba allí mirándolo todo cuando de repente oí que gritaban junto a mi oreja: “¡Ya ha llegado la maldita mona! ¡Todos a sus puestos!” “Es el director”, me dijo Tony en voz baja. Mientras me llevaban corriendo hacia un rincón donde habían puesto unos cuantos árboles y unas rocas que sonaban ¡bum,bum!, cuando las golpeabas, oí que Tony le decía muy nervioso a Frank, “Frank, ¡pero Jitts es macho, no es una mona!” “Cállate la boca”, le respondió Frank entre dientes, “la que tenían se electrocutó esta mañana al subirse a un cinco kilowatios, y a partir de hoy Jitts es una mona”. Me entró una cierta inquietud ante todo aquello, pero no tuve tiempo de pensarlo, porque al momento siguiente me encontré en brazos de una hermosísima mujer, que me miraba sonriendo. Era pelirroja y pecosa, como la diosa luna, con el pelo todo alborotado, pequeñita y manejera, y olía a brote tierno. Creo que ya desde ahí me empecé a enamorar de ella. Se llamaba Maureen, como alguno de ustedes sabrán. Pero bueno, comenzamos la escena y al principio todo fue bien mientras ella me sostenía en brazos y yo me agarraba a su cuello. Pero luego había un momento en que yo bajaba por un tronco, agarraba una cuerda y tiraba de ella. Yo lo hice muy contento, y después de tirar de la cuerda me volví hacia Maureen y hacia cámara sonriendo, me gustaba aquello del cine, y de repente se oyó un vozarrón que gritaba: “¡pero qué demonios hace esa mona con ese pito ahí colgando!” Hasta el director se dio la vuelta -¡¡corten!!, dijo- para contemplar la embestida de un señor algo calvo que avanzaba señalando en mí lo evidente. Y si yo hubiera podido hacerlo, me hubiera ruborizado, creanme, porque los monos somos muy naturistas, pero pocos monos, se lo aseguro, han vivido una situación como aquella. “Es el jefe”, me dijo Tony en voz baja. Y en un momento se formó un remolino de gentes en torno al calvo, hablando todos a la vez: “Señor Mayer, es que no hay monos en Estados Unidos”. “¡Cómo que no, este país está lleno de monos!” “Murieron todos de una epidemia el mes pasado”, “¡sabéis que es ilegal mostrar pitos en la películas!”, “pero es el único chimpancé que existe en todo el país.” “¡¿queréis que nos cierren el estudio!?” “llevamos un retraso de tres semanas, señor Mayer.” “¡Al demonio!”, cortó de repente el Señor Mayer mientras me señalaba con el dedo: “¡seguiremos rodando ahora mismo, pero que alguien le esconda el pito a ese maldito mono! ¡Joder, no quiero volver a ver algo tan feo en mis películas!” Yo siempre escondía las cosas en un agujero inaccesible en lo alto de un árbol, y al imaginarme mi pito allí escondido, feo y solitario me puse muy intranquilo, porque la función del mismo ya la traía yo aprendida de África, que eso es igual en todos los idiomas. Pero pronto vi que la acepción era otra, pues una joven de vestuario, una cubana muy graciosa y regordeta, corrió al rulote de los secundarios, arrancó una de las puñetitas fruncidas que decoraban las ventanas, con el alambre y todo, y volvió con ella corriendo. Al llegar junto a mí se detuvo, y se me quedó mirando, dubitativa. Yo estaba practicando mis ejercicios de mímica y además estaba algo nervioso, con lo que lucía una dentadura que ya la querría para sí el gobernador de California, y eso la asustó, como es lógico (también a él le ocurre). “¿No morderá este bichito, tú oyes?”. Y yo afirmé que sí con la cabeza, mirándola perversamente, porque yo era así en aquellos tiempos, un poco cachondo. “¡Uuuuuy, pero qué gracioso, si parece que me ha entendío!”, me dijo, “tu no vas a morder a esta mamita, ¿verdad?, porque a esta mamita le gustas mucho, mi mono…”. “Se llama Jitts”, Tony había aparecido, repentinamente solícito, en mi ayuda, aunque yo no la necesitaba. “¿Y tú cómo te llamas?”, oí que le preguntaba a ella. “¿Yo…? Mirta, señor domador… ¿oiga, un hombrón como usted no tendrá un imperdible para mí…?”, le dijo mientras empezaba a emperifollarme con aquella puñeta horrorosa. “Pues no, Mirta, pero si me prestas tu alambre te puedo hacer uno, si tu quieres…”. Y así, aprovechando que yo estaba distraído siguiendo su conversación, porque era la primera vez que oía que con las palabras más tontas se dijeran las cosas más importantes, me fue vistiendo. Y de aquella manera tan simple fue como el mono Jitts se transformó en la mona Chita –con puñetas-, y el mulato Tony Gentry conoció a Mirta, y ambas cosas… bueno, trajeron cola durante muucho tiempo…

Jitts retrocede para beber un poco de cerveza a escondidas, y John aprovecha para hacerse con la palabra.

John.- (Muy excitado) ¡La fantasía es eterna, ¿saben?! ¡Pero la realidad no! ¡¿No sería mejor hacer Tarzán en Siberia, que El invierno de Tarzán?! ¿¡Eh!? Meter la perestroika, el desarme, y el fin del comunismo… Tarzán y sus elefantes derribando el muro de Berlín: ¡eso sí sería una buena fantasía, y unas buenas imágenes! Todas inventadas, como las de África, ¿pero qué más da?! ¡Tampoco saben si la realidad es real! ¿Qué realidad? ¿Qué Tarzán? ¿Qué quieren ustedes saber? ¿Yo, soy feliz? ¿Soy una estrella en su último y tierno romance? ¿O un arruinado casado con una viuda negra? ¿Cómo lo van a saber ustedes? ¡Si ni yo mismo lo se…! ¿Qué fantasía prefieren convertir en realidad…?!

(Pausa)

Perdón. No me lo tomen en cuenta, sean buenos, como yo. A veces me desahogo, no se bien contra qué, pero eso no tiene importancia, lo importante es que a propósito del comunismo, yo estuve en Cuba cuando lo de Fidel. Pueden apuntar eso… ¿aquél serio de gafitas y barba es el guionista, no…? Y el otro medio calvo el director… bien: esperemos que estén a la altura, porque YO soy la historia: a ver si me cuentan bien.

Pero como les decía, yo estaba en Cuba jugando al golf cuando los barbudos de Sierra Morena, uy, perdón –cómo estoy- de Sierra Maestra, entraron en La Habana… o un poco después… pero poco más o menos. Y verán, es que después de divorciarme de Lulú me había casado con Beverly, mi cuarta esposa, que era todo lo contrario a la anterior, una chica de buena familia de Boston que quería tener hijos, aunque no se muy bien por qué. La conocí en un torneo de golf, y creí que ésta sería la última: una mujer de verdad con quien construir una verdadera casita en el árbol. Pero en lugar de casita nos compramos una mansión, un yate y nos hicimos socios del club mas caro de Jólibud… Allí vivíamos a todo tren, en los años dorados, una buena banda. Y nosotros estábamos en el centro mismo del circuito, con todos los muchachos: Humphrey Bogart, John Wayne, Errol Flynn… todos éramos grandes amigos, e íbamos de fiesta en fiesta, y de negocio en negocio, y de locura en locura. La Metro fomentaba todo aquello, pues su firmamento de estrellas tenía que ser el más brillante de todos. Y todos nos adoraban, y nos envidiaban. Un periodista, por ejemplo, dijo que mi hijo seguramente nacería sobre una mesa de cocktail, y no le rompí la cara porque no lo encontré… Pero bueno, Jólibud era así, y la verdad es que mi mujer no le iba a la zaga, porque ella necesitaba la vida social, aunque también tenía sus amigos, con los que se iba frecuentemente a jugar a las cartas… Así que entre los rodajes yo jugaba bastante al golf, y podría haberme hecho profesional, pero en aquellos tiempos aún no había dinero en aquel deporte, de modo que yo lo hacía por diversión, y cuando surgió la posibilidad de ir a jugar un campeonato a Cuba, pues allí que nos fuimos varios de los muchachos, en el Ganso Salvaje de John Wayne, navegando desde Florida… Habíamos oído que había problemas, sobre todo desde el golpe de Batista y se hablaba de unos guerrilleros que se acercaban a la capital… pero para nosotros todo aquello ocurría en otro mundo. Así que yo estaba en el calle del hoyo 16 del Golf Club de La Habana, aquella tarde de mil novecientos… qué-más-da-el-año, y oscurecía. Me acuerdo perfectamente que yo tenía en la mano un hierro tres e iba a dar un golpe fundamental cuando oímos unos disparos lejanos. Errol Flynn se rió, porque creyó que eso me desconcentraría, pero yo cerré los oídos como cuando nadaba en las olimpíadas, y di un golpe maestro de ciento sesenta metros que dejó la bola a menos de tres de la bandera, justo en medio del green. Errol se puso verde él también (je, je, digo verde por lo del green, je, je, comprenden), pero John Wayne apareció corriendo de repente y también estaba verde! -y él no había visto el golpe, je, je. “Hay que irse, muchachos, y de prisa”, dijo resoplando. “Ni hablar”, saltó Errol, “le llevo dos golpes de ventaja”. Estaba muy picado porque yo le había ganado en nuestra última regata… “Batista ha huido, y esos malditos comunistas de las montañas están a punto de llegar y jodernos bien” –John era un hombre tranquilo, pero ligeramente conservador. Levantamos la vista y efectivamente estábamos solos en el campo, en medio de un silencio extraño. “Pero ¿quién le va a hacer algo al vaquero, al pirata y al hombre-mono más famosos de la historia…?”, dijo Errol, “yo me quedo… ahora, si vosotros tenéis miedo…”. Así que nos quedamos también…. y al poco rato, ya casi a oscuras, oímos un camión acercándose rápidamente y en seguida nos deslumbraron unas luces. “Mira qué tres güevones”, oímos que decía una voz mientras el camión se detenía, y risas, mientras un grupo de polvorientos soldados nos rodeaba, mirándonos entre divertida y amenazadoramente. “Disculpe, está usted en mi línea de patt”, dijo Errol, que andaba ya algo achispado, dirigiéndose a uno de ellos, “y este va a ser mi golpe definitivo”. “¿Y hacia dónde apunta su línea, señor?”, le respondió el que parecía el jefe. “Hacia ese hoyo de allí, ¿no sabe usted jugar al golf?”. “¿Hacia qué hoyo?”. “Ahí, donde está esa bandera”. “¿Y de qué color es esa bandera, señor?”. “Roja”. “Exactamente”, dijo el soldado, “si usted consigue –con un solo golpe- que esa bola capitalista desaparezca donde la bandera roja, les dejaremos libres”. “¿Y si no?”, preguntó John Wayne. “Les fusilaremos aquí mismo, mira”, dijo tranquilamente, “…es lo que tienen las revoluciones, hay mucha confusión en los primeros días…”. Los tres nos miramos sin saber qué pensar, en silencio, porque si era un farol, era mejor actor que nosotros tres juntos, aunque eso tampoco fuera decir demasiado… “Esto sí que es una apuesta”, dijo al final John Wayne, “yo que tú usaría un putter de pala”, le sugirió a Errol mientras se apartaba a un lado. Todos los soldados hicieron lo mismo, y él pobre, secándose las manos en el pantalón, sacó su palo para el putt: “no pierdas la concentración”, le dije yo en voz baja, para animarle, “gracias, John, por tu consejo”, me dijo con la voz un poco ronca. El hoyo estaba a cinco metros, tras una depresión, sobre un ligero montículo, y Flynn se tomó su tiempo: estudió el terreno, calibró las pendientes, sopesó el palo con cuidado. Y durante todo ese tiempo reinó un silencio… histórico. Sólo se oía el mar muy lejano, al fondo… el mar Caribe… y entonces se acercó y golpeó la bola con decisión: en un primer momento la pelota rodó con un ritmo alegre, ligeramente saltarín incluso, pero firme, un ritmo que transmitía optimismo, y no se debía sólo a que estuviera bajando una pequeña cuesta –la bola-, si no que además parecía saber donde iba, de manera que cuando llegó al fondo de la depresión no había perdido nada de su empuje, porque rozamiento y pendiente se contrarrestaban, y daba la impresión de ir siempre a la misma y mágica velocidad, como un crucero blanco surcando un mar de hierba, avanzando como si tuviera voluntad, o fe, o inteligencia propias. Murmullos de aprobación se levantaron entre los espectadores, y cuando empezó la subida del montículo su energía parecía inagotable, pues iba dejando atrás hojitas, florcitas, piedrecitas, escollos gigantescos para ella, que era tan pequeñita, y trazando un arco que a cada giro parecía más correcto. A media ladera aún subía a buen ritmo directamente al hoyo, y Errol Flynn sonreía, y sonreía aún más cuando -a un metro del agujero- se vio que las fuerzas laterales habían dejado de actuar y la pelota rodaba directamente a su destino con la fuerza justa para llegar, aunque como la pendiente del montículo se acentuaba en ese último tramo la bola comenzó a girar más lento, pero ya a medio metro escaso del agujero, y siguió rodando plácidamente, consumiendo su última lentitud con voluptuosidad, apenas a tres vueltas ya del hoyo, y mientras casi nos abrazábamos dio su penúltima vuelta con elegancia, sin perder un ápice la dirección, con la pereza justa, y finalmente, mientras sonreíamos efectuó su ultimo giro ante la incredulidad de los soldados, y, con su último resto de energía, llegó al borde del hoyo… (pausa) …y se detuvo.

En el silencio que reinaba oímos romper una ola lejana, y a la brisa que agitaba los cabellos de los soldados barbudos. Pero la maldita bola se quedó allí, medio en el aire, justo en el borde del hoyo, como un gran champiñón blanco plantado junto a lo oscuro.

“¿Ven?”, dijo el cubano mientras las sonrisas se borraban de nuestras caras: “incluso el capitalismo mejor encaminado se queda al borde de lo fundamental.” “Elemental”, dijo otro, “y ahora habrá que arreglar las apuestas con estos gringos güevones…” Pero yo no iba a permitir que, fuera un farol o no, nos fusilaran o nos juzgaran por desconocimiento, porque era evidente que no sabía quiénes éramos, así que me di a conocer de la mejor forma que sabía…

(Se oye en la distancia el grito de la selva usado en las películas de la Metro[2] y, ante su sonido, un John sonriente se funde con una Chita llena de energía.)

Jitts.- Después de Maureen conocí a Tarzán (yo siempre le llamé así, aunque sabía que era sólo el nombre de su personaje). Y debo decir que al principio no me cayó nada bien. Tal vez fueran las ferohormonas, aquel grito horroroso, o que era muy grande todo él y eso me asustaba un poco, pero en los primeros tiempos de nuestra relación siempre hubo desconfianza. Y era por mi parte, porque él se comportó siempre con gran corrección, como uno espera que se comporte un ser humano corriente, de forma superficial. Pero un día aquella situación cambió. Estábamos rodando en el jardín botánico de una de aquella ciudades norteamericanas, no se cual, pero recuerdo que había unas secuoyas con unos brotes de ensueño. E íbamos por un lago, en una barca, Maureen –mi pelirroja-, Tarzán, un joven llamado Sheffield y yo. Al llegar a la orilla yo tenía que saltar ágilmente a tierra, como un mono, y eso hice en cuanto estuvimos a tiro. Pero aquella maldita orilla no era firme, si no un bancal de sargazos flotantes sobre los que aterricé y entre los que me hundí de inmediato como una piedra. Mientras descendía por el agua helada, más sorprendido que nadie, oí risas fuera por todo el plató, y la voz aguda del ayudante de dirección que gritaba: “¡traed una toalla para el mono!”. Y nada más. Yo me hundía, me hundía como un plomo en el abismo y estaba paralizado: lo miraba todo como si no fuera conmigo, con una cierta curiosidad atónita. Así que cuando llegué al fondo -tendría unos cinco metros de profundidad- miré hacia arriba y vi, allá en lo alto, lejísimos, unas luces y unas sombras muy bonitas, como plateadas, y quise decir uh, uh, uh –qué bonito- pero en su lugar me salieron unas bolas de la boca, también plateadas, algo portentoso, y cuando ya estaba durmiéndome, o ahogándome para siempre, me pareció oír, entre sueños, la voz lejana de Tony –que se había ausentado del set para ir al baño- gritando angustiado: “¡pero imbéciles: los monos no saben nadar!”. E inmediatamente sentí que algo como un delfín se zambullía y unas manos grandes y fuertes me agarraban y me izaban hacia la superficie, el aire y la luz. Aquellas manos eran las de John, y John me apretó el pecho para que saliera el agua que había respirado, y a John me quedé agarrado como una lapa durante más de una hora y media –y hubo que parar el rodaje durante ese tiempo-, pues el susto no me dejaba pensar en otra cosa que no fuera aferrarme a mi salvavidas. Y allí, sobre John, me envolvieron en la toalla y me secaron abrazado a su amplio pecho. Y durante todo ese tiempo el Tarzán que me sostuvo sin vacilaciones, sin risas y en silencio, era un nuevo ser, diferente al anterior, que me brindaba su calor y su protección sin límites ni reservas. Aquel momento de sombra submarina nos había unido de forma insospechada, y creo que John, enfrentado de repente –aunque por breves instantes- al desvalimiento de un ser que le necesitaba por completo, se había abierto instintivamente, ofreciendo toda su persona, comprendiendo en un relámpago que, en aquel abrazo desesperado a otro ser, yo abrazaba al aire, a la luz, a la vida misma, que es lo último –y a la vez lo primero- a lo que nos podemos abrazar en nadie…

A partir de ahí estuve enamorado –en el más amplio sentido de la palabra- también de John, además de Maureen, sin que ello supusiera demasiada confusión en mi sexualidad, la cual ya era de por sí bastante ambigua públicamente, gracias al señor Mayer. Y por eso el día de hoy es tan importante, pues hace más de treinta años que no he visto a John, y hoy por fin ha venido a visitarme. Y por eso estoy feliz…

(Pausa. Abandonando su fantasía futura, Chita vuelve a su realidad de primate solitario en una estancia de la Fundación Cheetah, dedicada a la acogida de ex-estrellas animales)

Si yo fuera capaz de decir todo esto de forma que alguien me entendiera… al menos no me aburriría tanto…”Hola, Tarzán. ¿Te acuerdas aún de tu amigo Chita? ¿Estás bien? Supongo que estamos muy cambiados…”.

(Consulta el gran reloj infantil de pared)

Las once y media, hora de prepararse, a partir de ahora el tiempo comenzará a correr más que deprisa.

(Mientras Chita acelera sus preparativos personales, John vuelve a la carga)

John.- Lo de los muchachos de Fidel era un farol. El cubano Mínguez, que así se llamaba aquel soldado filósofo, que luego resultó ser comandante, nos aseguró que su revolución no asesinaba gringos gratuitamente, por muy güevones que fueran –siempre que los gringos los dejaran en paz a ellos, cosa que luego se demostró bastante más difícil de conseguir. Pero yo siempre he pensado que mi grito también tuvo algo que ver con nuestra liberación, porque todos los soldados, al oírlo, vinieron hacia a mí a felicitarme, incluso aquel Mínguez, cuando no le veían sus camaradas, me pidió un autógrafo para su compañera, que recuerdo me dijo se llamaba Palomita, y que estaban todos los días como perro y gato, salvo los martes, día en el que se adoraban… misterios del amor en las Antillas… Pero en fin, después de aquel susto volvimos sanos y salvos a los Estados Unidos, [sin embargo Errol Flynn fue a partir de entonces un hombre desolado, vencido por la inexorabilidad de las leyes de la física, los céspedes, el mar Caribe y las pelotas… creo que se quedó esperando ese cuarto de vuelta que le faltó a su bola durante bastante tiempo todavía, hasta que un inesperado ataque al corazón, unos años después, le quitó de todas sus preocupaciones y a nosotros nos dejó aún algo más solos. Ahora todos los muchachos ya están muertos.]

Y en cuanto a mí, nada más salir de aquel lío en Cuba, me metí en nueve años de divorcio con Beverly –decía que estaba cansada de que mi representante me robase el dinero, y prefirió quedárselo ella-, me quitaron también a mis hijos, pero conocí al amor de mi vida, Helen, mi quinta mujer que -aunque nos divorciamos hace veinte años- es la única que me quiere. Y por eso viene a verme ahora… bueno, creo que es ella… tuve un accidente vascular cerebral hace unos años, y a veces, los pensamientos se van, o me llevan a callejones sin salida… Bueno, ella viene a las doce, porque se ha enterado de esta nueva película y ella siempre me apoya en todo, no es como Sofía, que solo quiere aparecer como mi salvadora, porque en el fondo piensa que soy un viejo tonto y que puede manejarme como quiera, y no digo yo que no lleve algo de razón.

Me disculpan, pero les sigo contando mientras me voy preparando… estoy algo nervioso…

(Tal vez se anuda la corbata con dedos temblorosos, y se pone una chaqueta)

Es veintidós años más joven que yo –Helen- y es la hija de un buen amigo mío, que casi dejó de serlo cuando se enteró de lo nuestro. Decía que estaba enamorada de mí desde los quince años, y yo la creo: Helen nunca miente, y yo estoy viniendo a aprender, a mis casi ochenta años, que quizá no haya nada más importante que eso… porque si algo que uno ha creído durante toda la vida, al final resulta ser mentira, suele uno sentirse bastante mal, créanme…

Y tal vez tengan razón ustedes interesándose por El invierno de Tarzán, porque en estas latitudes la primavera no dura ni un latido…

(El tictac del reloj parece transformase en latidos de un corazón durante unos segundos, para dar luego las doce. Desde una habitación cercana, se escucha:)

 

Voz en Off.- ¡Bienvenidos a la Fundación Chita! Mi nombre es Mirta Gentry y seré su guía. En seguida empezaremos la visita, pero antes quiero expresar un saludo especial, así como dar las gracias por su interés –que todos sabemos que es en parte personal y fruto de su gran generosidad- a una persona de sobra conocida y que se halla hoy entre nosotros, y a quien desde luego no hace falta presentar… (aplausos. El tictac del corazón va acelerando poco a poco, sutilmente).

Jitts.- ¡Ese debe ser él! ¡Uh, uh, uh…! Seguro que me rasca la espalda como antes, seguro que se acuerda… uh, uh, uh… me late el corazón más rápido. Señoras y señores: este es un re-encuentro histórico: es como si los Beatles se volvieran a juntar… uh, uh, uh… Para mi es como despertar, porque yo ahora no vivo, sólo me levanto, como, hago mis necesidades, intento distraerme y vuelvo a dormir. Y a veces me pregunto qué sentido tiene vivir así, una vida irreal, sin una pasión, sin una inquietud, sin un objetivo… Maureen ya murió, así que John es como un recordatorio de cuando la vida parecía tener todo eso… ahí viene… uh, uh, uh…

(El corazón, lejanísimo, parece latir en el centro mismo del escenario, incrementando su velocidad. John se incorpora, o se adelanta. Desde más allá de una puerta cerrada se oye una voz que susurra en voz baja)

Voz en off.- No señora, hoy no ha aullado casi. Está con unos señores que han venido a visitarle, de una cadena de televisión, y lleva toda la tarde hablando, y por eso creo yo que está un poco eufórico, así que no me lo canse mucho más, que la que lo tiene que aguantar por la noche soy yo…

John.- (Nervioso) Ahí está, esta debe ser. Yo estoy ya, pero ustedes pueden quedarse sentados. A ella le gustaba que fuera siempre bien vestido… ¿Helen…? ¿Helen…eres tú…?

(Se abre lentamente una puerta iluminando los dos espacios. El latido del corazón aumenta hasta alcanzar los ciento veinte latidos por minuto. Pero John y Jitts contemplan su decepción. Puerta y corazón se cierran abruptamente.)

(Jitts, sólo; y John, sólo)

 

Jitts.- En lugar de Tarzán entró Brigitte Bardot –con 60 años.

John.- No era Helen, si no Sofia, hecha un basilisco.

Jitts.- No es broma: Brigitte Bardot tiene una fundación para la defensa de los derechos de los animales.

John.- Amenazó a los productores con una demanda si me pagaban menos de un millón de dólares…

Jitts.- Y venía a ver si era verdad que nos permitían fumar, beber cerveza y comer hamburguesas…

John.- Así que los productores se fueron, y yo me quedé sólo de nuevo con la bruja…

Jitts.- Y era verdad. A la gente le gustaba ver cómo lo hacíamos. ¡Pero no! A la señora le preocupaban -¡ahora!- las condiciones naturales en mi vida, ¡¡como si algo en toda mi vida hubiera sido natural…!! ¿¡A qué viene a estas alturas a cambiarme los hábitos, si tengo setenta años y podría ser su padre…!? En cuanto me vio empezó a hacer aspavientos, y gestitos, y ruiditos, y no se le entendía nada, y para colmo se me acercó, me sacó una banana y me la restregó por toda la cara, ¡“le piscolabis, le piscolabis…!”, ¡como si yo fuera subnormal! Ahí ya no pude más y me enfadé en serio y empecé a dar gritos y a subirme por las paredes y a golpearme el tórax, y a enseñar los dientes… creo que hasta le mordí un pecho… Me tuvieron que sacar entre varios, y llevarme a la jaula hospital para las cuarentenas… y la Bardot se fue muy enfadada hablando de mi conducta desviada y mi sufrimiento mental y otras imbecilidades y no nos dio subvención, que al final viene siempre todo a lo mismo…

Pero la verdad es que mi enfado nacía sólo de la tristeza de estar sólo. Ahora duermo mucho, pinto cuadros absurdos –uno de ellos llegó a la National Gallery de Londres- que venden para conseguir dinero, pero que no significan nada. Ya no fumo, ni bebo –apenas-, pero aún como hamburguesas en el MacDonald, y un día tras otro me siento improductivo, y olvidado, y cansado, y no se ya para qué vivo.

(Jitts guarda silencio, abatido por un cansancio abrumador, y gira su cabeza mirando a John)

John.- (Derrotado) Helen era una chica magnífica. Cuando vivía con ella todo tenía su razón de ser, a pesar de que el trabajo ya escaseaba y las deudas crecían. Pero ella era mi pasión, mi inquietud y mi día a día. Mi realidad. Y sólo ahora me doy cuenta del desastre, porque ahora ya es tarde para todo. Yo bebía entonces -de vez en cuando- un poco demasiado, y eso hizo que ella se fuera… ahora sólo viene a verme esta bruja de Sofía, con la que me casé en contra de la opinión de todos… y cuando me avisan de que viene mi mujer, a veces me confundo… ya les dije que mi cabeza no es la que era. Pero yo sólo quiero volver a casa, con los muchachos y con mi hijo, y por eso pensaba que tal vez con esta nueva película, con su ayuda -y la de Helen-, a lo mejor aún puedo salir de aquí, porque esto es como una prisión, y no estoy loco… pero se ve ella, en el último momento, no habrá podido venir…

(Mientras la luz decrece, John hunde la cabeza entre los brazos mientras Jitts vuelve a su lecho, se tumba y cierra los ojos, introduciendo el final)

Jitts.- Tony me dijo hace tiempo que las buenas películas tenían que tener siempre finales tristes… y esta lo tiene también, aunque no se si es buena… lo que sí se es que a veces aún recuerdo el majestuoso río Níger abriéndose paso entre los árboles gigantescos, y el ruido y el olor de las primeras gotas de lluvia entre las hojas, y los rebaños de búfalos africanos galopando… uh, uh, uh…

(Sobre los ojos cerrados de Jitts, el lejano corazón se transforma rápidamente en el sonido de un despertador. En el reloj infantil las agujas retroceden locamente hasta las siete de la mañana y amanece, que no es poco…)

Jitts.- Uh, uh, uh… búfalos en África, ih, ih, ih… ¡John…!

John.- ¿Si?

Jitts.- He soñado que había búfalos en África.

John.- Tú nunca has estado en África.

Jitts.- Ya. ¿Qué hora es?

John.- Hora de ir a recoger a Helen al aeropuerto. Vamos, deja que te peine un poco… así. Dice que ha visitado las ruinas de las torres gemelas…

Jitts.- Ah.

John.- Vamos, te espero abajo… (Sale)

Jitts.- Ya voy, John. Claro que… Sólo una cosa… (Al público) Ya les dije que los monos tenemos mucha imaginación. Soñamos mucho. En general todos los primates. Yo soy la mona Chita que vive en Palm Springs, en la fundación que lleva mi nombre, pero a la vez soy la mona Chita –hembra- que se hizo inseparable de Johnny cuando éste la salvó de ahogarse, y fallecí en 1965, en un zoo de Los Ángeles, a donde John acudió a mis exequias, cosa que le agradezco. Y es cierto que era ilegal mostrar genitales en las películas en los años cuarenta, pero Tony Gentry no era mulato, ni de Tennessee, y Mirta fue efectivamente una cubana, supongo, pero no se donde trabajó ni qué hizo. Y yo como hamburguesas y pinto cuadros, y fumaba y bebía cerveza hasta que Brigitte Bardot vino a conocerme, aunque por suerte no le mordí un pecho, pero ella sí que protestó por mi dieta ante Dan, el verdadero sobrino, que no hijo, de Tony Gentry, mi cuidador…

John.- (Entrando) Y yo fallecí en 1984, tras cinco matrimonios confirmados y una vida llena de éxitos que al final se tornó sombría. Mi última mujer, Sofía, divide las opiniones entre los que me conocían, que la odian, y los que no me conocían, que repiten las versiones que ella daba sobre mi vida medio recluido en una institución mental en Acapulco –Méjico-, durante mis últimos años. Y le retorcí el cuello a Gary, el loro, efectivamente; y creo que también lancé mi alarido frente a soldados cubanos en alguna ocasión, aunque Errol nunca tuvo que meter una bola capitalista en ningún lado, y me disgusta, porque me gustaba esa historia. Y Helen era casi una adolescente cuando se casó conmigo, que ya tenía 44 años, y bebía un poco, es cierto, pero nuestra relación fue una relación hermosa, honesta y sincera durante los catorce años que duró, (A Jitts) y si te sigues entreteniendo con estos señores, Chita, no llegaremos nunca al aeropuerto…

Jitts.- Si, si, vamos, vamos… uh, uh, uh… (Se detiene mirando al público) Bueno, claro… que también puede ser que John no haya fallecido aún, y que adoptase en 1955 a una de las monas Chitas -porque hubo muchas- que participaron en sus últimas películas, y ahí entraría yo, y que siga felizmente casado con su última mujer, mucho más joven que él, y que esté de hecho pensando en autorizar la filmación de una película sobre su vida, que rodaría la Metro que, por cierto, aún conserva el set de la primera casa en el árbol que se construyó para Tarzán y su compañera

O también puede ser que esto sea sólo el sueño de un chimpancé loco, porque a mí me gusta soñar con las palabras, a fin de cuentas: ¿qué otra cosa tienen que pueda interesar a un mono? Y por las noches me parece que las domino, y que me obedecen, y me guían, y me consuelan… y quizás me engañan, no lo se, quizás nos engañen a todos… pero mientras lo descubrimos creo que lo mejor que podemos hacer -a estas alturas- es ir a tomarnos unos brotes tiernos con cerveza, ¿no?, a modo de… (pausa)tentempié, y no dejar de ampliar el vocabulario.

(Sale)

John.- (Asomando la cabeza) Créanme, yo no estoy loco, es él. Y es mucho mejor tomar un piscolabis, un refrigerio, una refacción, un refresco, una merienda, una refección, un aperitivo, un bocadillo o una picadita antes que un tentempié y ahora sí que llegamos tarde al aeropuerto, perdonen que no me despida, adiós.

(Sale. Entre cajas se oye al loro Gary gritando: “¡Esperadme, gruapo, Johnny, gruapo, gruapo, gruapo… Y fin.)

[1] En un documental sobre Jane Goodall se ve cómo hace este saludo ante una escuela de niños en África (empieza con el típico sonido gutural y sigue una progresión en velocidad y volumen hasta acabar en una serie de cortos gritos agudos. A continuación Jane (sic) explica que esa es la forma chimpancé de saludarse) (N. del A.)

[2] Hay dos versiones fílmicas famosas de grito de Tarzán: una, la más popular, es la de la Metro Goldwyn Mayer; la otra, considerablemente menos “armónica” es la diseñada por la RKO, para el segundo ciclo de películas, bastante más kitsch, por cierto, que las primeras. Ambos gritos se pueden bajar en www.mergetel.com/~geostan/yells.html

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